González Gaudiano y Meira (2023). La banalidad del colapso climático: ¿Qué puede hacer la educación?

Mis maestros y amigos Edgar y Pablo vuelven a la carga con la educación climática. En esta ocasión, proponen algunas líneas de pensamiento y vías de intervención para abordar el desafío de la educación frente al cambio climático, con el propósito de generar movimientos que lleven a la acción dentro y fuera de los sistemas educativos. Dada la insuficiencia de la alfabetización científica, postulan algo harto difícil: que las políticas habiliten el cuestionamiento de las estructuras éticas, culturales y socioeconómicas dominantes.

Es un artículo de la revista Norrag, que dedica su número especial 7 a La educación en tiempos de cambio climático. Un número muy interesante, con grandes firmas, como afirma Moira V. Faul en el prólogo, para revisar el rol de la educación en la crisis climática: «afrontar la emergencia inmediata y también tener una mirada holística, a largo plazo, de la transformación de los sistemas, empoderando a las comunidades locales con miras a lograr acciones de adaptación y mitigación».

Cuando en la década de los ochenta la alteración del clima terrestre como consecuencia de la acumulación de gases de efecto invernadero comenzó a convertirse en un tema público controvertido a escala global, se inició también un lento proceso para fortalecer el tema del cambio climático en los sistemas educativos. En el campo educativo, el tema fue adscrito al campo de las ciencias naturales, con una primacía de la dimensión cognitiva y desde la epistemología característica de la enseñanza de las ciencias; esto es, con un énfasis disciplinario, objetivo y neutralmente valorativo. Desde esta perspectiva, se impulsaron procesos de alfabetización climática dentro del currículo convencional para explicar los impactos atmosféricos causados por un efecto invernadero amplificado por la acción humana, pero vistos como lejanos en el tiempo y espacio, socialmente irrelevantes y psicológicamente alejados.
Los resultados de este abordaje están a la vista. Las personas no se sienten implicadas en el problema y lo relegan a un plano secundario en su escala de prioridades existenciales. Esto obliga a un cambio de rumbo pedagógico que destaque la dimensión social de la emergencia climática, con primacía de criterios axiológicos, intersubjetivos, transdisciplinarios y sociocríticos. Dicho cambio debe hacer énfasis en la complejidad y escala global de la crisis climática y apuntar a generar una respuesta emocional en los participantes. De este modo, las personas podrían percibir el problema como una cuestión urgente, significativa y relevante para sus vidas. La escala de tiempo en la que ha de operar el cambio necesario para eludir los peores escenarios posibles requiere articular marcos curriculares de emergencia climática, adaptados a las responsabilidades, particularidades y vulnerabilidades de cada sociedad. Esa, y no otra, debe ser la interpretación operativa del artículo 12 del Acuerdo de París (CMNUCC, 2015). En contraste con la habitual lentitud de las reformas educativas, en esta problemática, el tiempo de reacción será el foco de una acción político-pedagógica. El cambio climático no es un fenómeno reciente y, aun así, para muchas personas es algo desconocido o irrelevante. Sin embargo, es el reto más colosal que la humanidad y el planeta en su conjunto enfrentará durante el siglo XXI y parte del siglo por venir. Afectará todos los rubros de la actividad humana y obligará a asumir costos muy altos en términos de la disminución de la calidad de vida, alterando condiciones tan vitales como la disponibilidad del agua y la seguridad alimentaria. La disponibilidad futura de estos recursos depende de medidas que ya deberían haberse tomado (Figueres et al., 2017; Stammer et al., 2021). Según Garcés, estamos viviendo en una condición póstuma, o en el “tiempo del todo se acaba” (2017, p. 13), con repercusiones radicales en la civilización tal como la conocemos. Paradójicamente, este tiempo es también el del analfabetismo ilustrado: “lo sabemos todo, pero no podemos nada. Con todos los conocimientos de la humanidad a nuestra disposición, solo podemos frenar o acelerar nuestra caída en el abismo” (Garcés, 2017, p. 9).
Pocas frases como esa podrían expresar mejor el reto pedagógico de la emergencia climática, ya que destaca la insuficiencia de la alfabetización científica: necesitamos producir y generar cambios socioculturales profundos que vayan más allá de la esfera científica para cuestionar las bases éticas, culturales y socioeconómicas hoy hegemónicas y para construir una nueva civilización capaz de vivir con suficiencia y dignidad en los límites de la biosfera. Y necesitamos generar estos cambios a una velocidad que desafía la inercia de los sistemas educativos. Será necesario reflexionar sobre el interrogante que proponen Leichenko y O’Brien (2020, p. 1): “¿Por qué aún estamos educando a estudiantes de secundaria y a universitarios para vivir en el Holoceno?”. Si realmente estamos viviendo en el Antropoceno, habrá que pensar en un currículo –y no solo para la educación secundaria y superior– que considere los desafíos que plantea esta nueva era geológica, en la que el ser humano se ha convertido en una fuerza natural tan determinante que amenaza su propia existencia o la posibilidad de una existencia en condiciones de dignidad. La primera certeza que tenemos al respecto es que una currícula articulada sobre la base del imperativo de responder a las necesidades del mercado –como sucede con especial frecuencia desde los años 50–, ya no sirve para enfrentar la crisis socioambiental contemporánea. De hecho, esos modelos son hoy tan inadecuados que ni los agentes responsables de implementar la currícula ni sus destinatarios puedan llegar a comprenderla.
Los graves signos de la alteración del sistema terrestre, la superación de puntos críticos y la ruptura de los ciclos biogeoquímicos del planeta han generado alarma y gran preocupación en los circuitos científicos que monitorean los peligrosos avances del problema (Ripple et al., 2020; OMM, 2020; Steffen et al., 2015), pero eso no ha provocado la reacción que se esperaría entre la clase política y los grupos de interés económico que insisten en que el sistema puede volver a recuperar su funcionalidad corrigiendo los desajustes y las externalidades negativas. La Agenda 2030 de las Naciones Unidas se alimenta, en gran medida, de esta creencia. De aquí se desprende que las sociedades ricas son reticentes a reducir o cambiar sus patrones de consumo. Como sugiere Orr (2020, p. 270), “no tenemos tanto una crisis ambiental como un fracaso enorme de las instituciones políticas y los gobiernos para prever y prevenir lo que se ha convertido en una larga emergencia”. Se trata de una narrativa que posterga lo inevitable aun a costa de mayores sacrificios y sufrimientos presentes y futuros. ¿Cómo podemos modificar esto? ¿Qué puede hacer la educación para evitar la naturalización social del colapso?

(…)

– – – – –

González-Gaudiano, E., y Meira-Cartea, P. (2023). La banalidad del colapso climático: ¿Qué puede hacer la educación? Norrag, nº especial 7, pp. 18-22. https://resources.norrag.org/resource/view/732/454#

Deja un comentario